Por Marcelo Sevilla
La noticia dice que mataron a balazos a un adolescente. La noticia impacta, impresiona. Es desgarradora. Impresiona también la silenciosa resignación frente al caso.
No sorprende un asesinato, tampoco por acá, que es casi un pueblo. Pero la modalidad sí. Y debiera sonarnos como una campana. La premeditación de un encapuchado en moto que espera a su víctima, le sale al cruce y lo asesina. Por encargo o por su propio encargo. Un escritor decía que la guerra es tremenda porque nos arroja a la inminencia de la muerte. A la de morir, y peor, a la de matar. Porque morir de todas maneras iba a suceder. En cambio matar, no es algo que necesariamente deba ocurrirnos. Morir y matar, así nomás. Comenzamos a escucharlo hace un tiempo como historias del conurbano bonaerense; y todavía más acá, en el sur de Rosario todos los días. Pero no les prestamos atención, ocupados como estamos en aprovechar las ofertas del supermarket.
El parte de prensa habla de un ajuste de cuentas. Dos palabras muy caras (valga la expresión) a nuestro cotidiano: “ajuste” y “cuentas”. Detrás de esa construcción semántica, de ese recorte, también hay una pretensión: la de ponernos a distancia de los hechos. Nombrar eso como lo que “le ocurre a los otros”, una disputa “entre ellos”, en una zona que no habitamos. Sin percibir, sin intentar comprender siquiera, que aunque no tengamos que ver con esas cuestiones, igualmente “nos” están sucediendo. “Eso” ya está acá. La degradación es continua. En todo caso, agrega una nueva infamia a nuestra buena vecindad. Lo desconocemos, pero reclamamos que obedezcan nuestras reglas. La “cosa” muestra no una transgresión a la ley (por caso, la nuestra): confirma la presencia de otra ley. De otro territorio, pero un territorio otro que está acá, que compartimos. No queda más allá de ninguna frontera y esa es –quizás– nuestra dificultad para verla. El paseante de Benjamín, que hacía del paseo un modesto viaje en el por ahí, explorador, una experiencia abierta y sin rumbo, ya no es posible. Jorge Alemán dice –irónico– que cuando él era chico,
la ciudad de Buenos Aires era mucho más grande.
Asistimos (cómo negarlo) a una existencia devaluada. Nos acostumbramos a este paisaje de vidas degradadas en sus ambientes, despojadas de gracia alguna. Tal vez por eso estas muertes, este delirio, aturden menos. “¿Cómo era el mundo no hace tanto?”, se preguntaba Casullo hace unos años. El hacer cotidiano se ha desprendido de aquellos viejos valores que lo estabilizaban. Los tabúes han caído. Los grandes consuelos han caído. Enajenaciones, sustancias, consumos, enfermedades, crímenes, contaminaciones, miserias, locuras. Caminos sin reparación, los que van dejando estos capitalismos marginales. Habrá otras vueltas, pero no una vuelta atrás.
Negados, invisibilizados, ninguneados, incomprendidos, destratados, estos nudos de conflicto continúan y crecen. Estallan como balazos, como vejaciones, como violaciones, como abusos. A pesar de la unanimidad de las pantallas, hay una “realidad que no está reconciliada”. Son heridas que deambulan por acá, visitan estas tiendas, caminan por este mismo parque municipal. “Heridas incicatrizables entre el vivir y la vida”. La cosa ya está acá. Naturalmente. Como dijo O. Del Barco: “la cosa ya está entre nosotros”. Naturalmente nosotros, mientras tanto, honestos miradores de Netflix, nos preparamos para armar el arbolito de navidad y juntamos pasto para los reyes.