Alejandro Dutto, un hombre oriundo de Venado Tuerto que actualmente vive en Miami, tardó más de tres días en llegar hasta ese inhóspito destino. Ingeniero de profesión y buzo técnico desde hace más de 20 años, tiene como hobby la exploración de naufragios
Durante 12 años, en las décadas de 1940 y 1950, Estados Unidos utilizó sus aguas del Océano Pacífico y las de un país vecino para medir el poder de sus armas nucleares en plena Guerra Fría. En total, llevó a cabo 23 explosiones. La más destructiva fue la bomba atómica que arrojó el 1 de marzo de 1954 en el Atolón Bikini, perteneciente a las Islas Marshall. La fuerza utilizada fue 7.000 veces superior a la de Hiroshima (la primera utilizada durante la Segunda Guerra Mundial) y dejó niveles de radiación más altos que en Chernóbil y Fukushima.
Lo que selló el destino de Bikini fue una orden de Harry Truman, el entonces presidente de los Estados Unidos, quien también había ordenado el ataque nuclear a Japón. Quería ver qué le pasaría a la flota norteamericana si fuera atacada por un arma de este tipo.
Para ello, pidió que colocaran en la laguna que queda en el centro del atolón un total de 95 embarcaciones de todo tipo, no solamente de guerra; y también algunos animales, como cabras, chanchos y ratas. Querían ver cómo resistirían a las explosiones. Sus pocos habitantes, en cambio, fueron obligados a abandonar el lugar y nunca más pudieron volver. La primera prueba sobre esos navíos fue en 1946, conocida como Operación Crossroads. Para la misma se realizaron dos detonaciones.
Las consecuencias de esas pruebas fueron tan devastadoras que todo desembocó en la firma del tratado de Prohibición Completa de Explosiones Nucleares. En YouTube quedaron registros de esa detonación feroz donde el cielo se convirtió en un enorme hongo naranja y amarillo, que no dejó a ningún ser vivo en toda la zona.
Así, lo que solía ser un paraíso tropical arquetípico se convirtió en una isla radioactiva y fantasma de apenas 6 km2 de superficie. Debido que en los últimos 70 años la pesca estuvo prohibida, eso sirvió para que se creara de manera accidental un santuario silvestre que está protegido por la propia toxicidad del área y donde se observan corales de hasta 7 metros con abundante variedad de peces.
Si bien los peligros de la radiactividad y los servicios limitados en la zona mantuvieron alejados a los buzos de uno de los sitios con mayor potencial en el Pacífico para la práctica de ese deporte, en la actualidad un número limitado de buzos se acerca hasta el Atolón Bikini cada año para vivir la experiencia de bucear entre buques hundidos de la Segunda Guerra Mundial.
Se trata de una travesía exclusiva, costosa y no apta para todo público ya que requiere de buzos técnicos experimentados. El mes pasado, el argentino Alejandro Dutto fue uno de ellos. Ingeniero de profesión, este santafesino oriundo de Venado Tuerto -que vive en Miami desde hace más de 12 años junto a su familia- emprendió una larga travesía hasta ese inhóspito y diminuto lugar, que duró 18 días y de los cuales estuvo 11 embarcado.
“Al llegar a Bikini me sentí realmente aislado del mundo ya que la civilización más cercana está a 30 horas”, remarcó Alejandro, quien desde que se instaló en La Florida puso más el foco en la exploración de naufragios.
Aunque ya había hecho inmersiones similares en la costa oeste de Estados Unidos, Canadá, el Mar Rojo, Hawaii, Panamá, Bonaire, Barbados, Las Islas Vírgenes, Brasil y Argentina, entre otros lugares, aseguró que el hito que experimentó en Bikini “es único e inigualable”.
Viajar a Bikini no es fácil y lleva más de tres días, entre vuelos y traslado en barco. La persona que organiza estos viajes es un buzo islandés y solo realiza unas cinco expediciones al año. En esta oportunidad, el grupo estuvo compuesto por ocho personas. Alejandro partió en avión desde Miami, con escalas en Denver y Honolulú. Tras pasar la primera noche en la capital de Hawaii, tomaron otro vuelo de ocho horas a Kwajalein, en las Islas Marshall. Desde allí, hicieron un trayecto de una hora en ferry hasta una isla cercana donde hay una base militar estadounidense, y después de 26 a 30 horas en un pequeño barco hasta la propia Bikini.
“Eramos todos de diferentes países. No había ningún estadounidense ni americano. Hasta el momento, no encontré registro o historia de algún otro argentino que haya buceado en estos naufragios”, admitió el santafesino tras hacer su sueño realidad.
Antes de zambullirse en el océano, caminaron por la playa de Bikini para tener registros fílmicos. El paisaje era imponente: arena blanca, aguas azules transparentes y playas adornadas por esbeltos cocoteros. “No hay nada de nada. Permanecer en ese lugar más de tres semanas es peligrosísimo. Hasta los cocos están radiactivos”, explicó.
“Teníamos prohibido adentrarnos en la isla. Para el buceo no hay problema porque el agua de alguna manera actúa de aislante. Sabíamos que estábamos más seguros en el fondo del mar que en la orilla”, explicó Alejandro.
El atolón Bikini, formado por 23 pequeñas islas que rodean una laguna, vivió al margen del mundo hasta que el navegante español Álvaro de Saavedra lo descubrió en 1529. Bikini fue frecuentada primero por ingleses, y luego por alemanes y japoneses con el fin de extraer el aceite de coco de las palmeras. Finalmente, Estados Unidos tomó posesión cuando arrasó con una flota de barcos japoneses en la Segunda Guerra Mundial.
Hoy, las aguas que rodean al atolón están llenas de restos de embarcaciones, incluyendo el portaaviones USS Saratoga y el HIJMS Nagato, desde donde el Almirante Yamamoto dio la orden de atacar Pearl Harbour. Todos ellos yacen en el lecho marino a una profundidad media de 55 metros, fuera del alcance del buceo recreativo.
A partir de los 21 metros de profundidad asoma la parte superior de la torre de mando del Saratoga, y al descender otros 18 metros se encuentra la cubierta de 270 metros de largo del portaaviones. A su alrededor se encuentran esparcidas otras 15 embarcaciones, entre las que se destacan el USS Arkansas, USS Apogon, USS Anderson, USS Lamson y USS Carlisle. “Ingresamos solo a los que están en mejores condiciones, a los más icónicos”, contó Alejandro al referirse al Saratoga, que tiene cinco pisos y más de 200 metros de eslora.
Para el santafesino, descender hasta el Saratoga fue una experiencia surrealista: los tonos de marrón oxidado contrastan contra el fondo azul del océano. Mientras algunos recorrían el estribor en la cubierta de vuelo, otros bajaban hasta la parte más profunda del casco para tomar fotos y hacer filmaciones de la cubierta y los cañones. La biodiversidad coralina que se formó sobre estos últimos les resultó sorprendente. “La vida acuática floreció muchísimo, pero también me llamó la atención la cantidad de tiburones que había”, admitió.
El gran número de acorazados, cruceros, submarinos y el portaaviones histórico que se pueden encontrar mientras se bucea en el Atolón Bikini es de tal magnitud que fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
A pesar de que fueron muy pocos los valientes que se animaron a bucear en este lugar, las expediciones tuvieron que suspenderse en 2008 debido a un gigantesco derrame de petróleo. Las actividades se reanudaron una década después y el servicio que se ofrece es conocido como “life on board”. Es decir, se bucea desde un barco, prácticamente sin tocar tierra.

 

Por Cinthia Ruth - Infobae